Yo, yo, yo y mis selfies
¿Por qué nos gusta hacernos autofotos y compartirlas?
No hay nada mejor para comprobar cómo ha cambiado la manera de comunicarnos que responder a la pregunta “¿dónde estás?”. Antes, contestábamos por teléfono. Después, por mensaje de texto y más tarde, por whatsapp. De hecho, ahora, si estamos perezosos, incluso podemos contestar con una nota de voz. Pero ¿qué mejor para explicar dónde estás que enseñar dónde estás? Selfie y tema solucionado. ¿Que he quedado guapo? Lo subo a Facebook.
Cómo es lógico, la moda de las autofotos no es fruto sólo de la necesidad de comunicarnos ni de la pereza que nos puede dar hablar o escribir en un momento dado. De hecho, ya hay estudios que analizan por qué nos gusta hacernos fotos a nosotros mismos y qué nos lleva a compartirlas en las redes sociales. El primer motor que nos empuja a hacerlo es un ser poderoso mucho más viejo que las nuevas tecnologías: se llama ego y conduce al narcisismo. Cada fotografía es una manera de decir con la cabeza alta “este soy yo”. La fotógrafa y socióloga de la Universidad de Hampshire Alejandra Carles-Tolrà explica que “el selfie une la necesidad de inmortalizar un momento con el placer de transformar una situación banal y rutinaria en algo especial”.
Es decir, no enseñamos quienes somos, sino cómo percibimos que somos. El problema es que, en este punto, topamos con un efecto psicológico que se llama auto-espejo y que viene a decir que la manera en la que nos vemos a nosotros mismos no proviene de lo que realmente somos, sino de cómo creemos que los otros nos ven.
Lo más sorprendente es que la tecnología incluso es capaz de cambiar la percepción que tenemos de nosotros mismos. Lo demuestra un experimento del University College de Londres. Un grupo de investigadores pidió a varias personas que se hicieran un selfie y después reprodujeron versiones de la fotografía: en unas los pusieron más guapos y en otras, más feos. Cuando preguntaron a los participantes del experimento cuál era la foto auténtica, la mayoría seleccionó la que salían más atractivos gracias al photoshop.
El motor de los selfies es el narcisismo y el deseo de congelar momentos
Clive Thompson, autor del libro Smarter than you think: how technology is changing our minds for better, afirma que “la necesidad de vernos mejor es intrínseca al ser humano” y, por suerte o por desgracia, la tecnología cada vez nos da más herramientas para satisfacerla. El nacimiento de las cámaras digitales, en los noventa, hizo posible previsualizar las fotos antes de imprimirlas y, lo más importante, eliminarlas y repetirlas si no salíamos del todo favorecidos. Ahora, además, podemos compartirlas. Y ganar autoestima, seguridad y amor propio con un buen puñado de likes. Las fotos donde salen personas tienen un 38% más de posibilidades de recibir un “me gusta” que las que son inanimadas, según un estudio del Instituto Tecnológico de Georgia y Yahoo Lab.
Pero no todo es narcisismo. Nicholass Carr, autor de El gran interruptor. El mundo en red de Edison a Google, cree que la clave no es la relación entre los selfies y el ego, sino “entre la fotografía y la memoria”. El poder seductor de capturar lo que vemos y lo que hagamos, de parar el tiempo por un instante y maquillarlo a nuestro gusto, es, por ejemplo, el secreto del éxito de Instagram.
De hecho, Phil Gonzalez, fundador de la comunidad de usuarios más numerosa de esta red social (Instagramers, con 400 grupos en todo el mundo) afirma que la foto “es sólo la excusa para hacer de una experiencia algo más emocional y duradero”. Y todas estas experiencias están metidas en un smartphone que llevamos siempre con nosotros.
El móvil se ha convertido en una extensión de aquella caja de zapatos donde guardábamos fotos, postales y entradas de conciertos. Almacenan parte de nuestra vida privada, de nuestro yo. El psicólogo Bruce Hood dice, incluso, que los móviles contienen “una segunda vida que llenamos de pensamientos y fotografías para dotarla de nuestra personalidad”.